
8 de la mañana. El niño tendría unos siete años (luego supe que esa edad tenía), se le veía en las pequeñas manitos que apenas sostenían el cajón de limpiabotas y en la mirada clara, tal vez de llorar o por la impresión de la hora tan temprana. Se me acercó para ofrecer sus servicios como lustrador de zapatos. Yo aun no me acostumbro a ese espectáculo de niños con diferentes edades cantando en los buses, vendiendo golosinas que ellos mismos no disfrutan, lustrando zapatos, esos en el mejor de los casos, porque los hay en los campos, en los mercados, en las minas… realizando trabajos de hombres.
Mi primera pregunta fue su edad.
7 años, me dijo mirando al suelo. Me estremecí al pensar automáticamente en mi Luis Manuel,, en mi Ana Irma que lejos, en Cuba, a esta misma hora estarían en la escuela estudiando sus lecciones, recibiendo una educación adecuada y una formación que en el futuro les harán personas de bien, preparadas para cualquier reto.
La segunda pregunta, hilvanada de mi anterior pensamiento, fue si estudiaba.
No, la respuesta seca, y ante el por qué obligatorio, un escueto: Mi mamá no me pone en la escuela. Las razones son evidentes y no lo requerí, la situación está complicada por los vaivenes de la economía agravada para los que esa misma economía jamás ha sido venturosa, mucho menos estable.
No pregunté más. El niño estaba evidentemente turbado y no sabía qué hacer. Yo le pedí sus “instrumentos de trabajo” y me puse a limpiar por mí mismo mis zapatos ya lustrados en casa. Me di cuenta de que aquel pequeño estaba preocupado por esta acción, tal vez pensó que no iba a recibir la paga, me miraba con ojos azorados, por primera vez de frente y tal vez algo desafiante. Yo le sonreí y le acaricié la cabeza, como acostumbraba hacerles a mis hijos.
Cuando terminé vacié mis bolsillos, diez pesos era lo que tenía y se los di. Le pedí que fuera a comer algo, porque más no podía hacer.
No he visto más a ese chico, hay muchos como él en la calle, son niños, niñas empujados por la realidad, la necesidad y los padres hacia mundos que no son los suyos por naturaleza, pero que nada pueden hacer para evitarlo.
Cuando comparo estas verdades vividas, con las verdades de mi país, Cuba, donde los niños no tienen que trabajar para sobrevivir, donde lo tienen todo, o casi todo, al menos lo más necesario, no comprendo a quienes desde otros lados o desde adentro critican al sistema cubano. No comprendo a los que “se erizan” cuando los medios de desinformación alegan que países como Bolivia, Ecuador o Venezuela transitan por el camino de Cuba. Como si no se dieran cuenta que en la Isla insurgente y antimperialista no existen estos males que uno acá vive a diario, males tan arraigados que ni las políticas sociales acertadas pueden todavía liquidar.
Claro, que tampoco en mi lejana Patria las transnacionales hacen su agosto a costa de los recursos naturales, no hay grupos de poder económico que se apropien de la mayor parte de las ganancias dejando a la sociedad migajas tan pequeñas que no alcanzan a maquillar los altos niveles de pobreza.
Ni hay allí pequeños grupos concentrando el 80 por ciento de la riqueza nacional en sus manos, dispersada por Bancos foráneos bajo intereses de dudosa utilidad pública.
¿Cómo es posible que tantos estén obnubilados por la palabrería mediática y no sean capaces de pensar por sí mismos, comparar y asumir las realidades? ¿Siguen siendo tan poderosos los medios de desinformación aun ante la aparición y desarrollo de medios alternativos, que manejan la opinión de todos como papel en el viento? Parece que todavía es así, pero… los vientos de cambio se acercan. Las políticas mediáticas de los países que transitan la vía de la izquierda, las nuevas legislaciones y la conciencia popular que se levanta desde las canteras originarias van poniendo punto final al cuarto poder mal utilizado.
Que nadie me diga que saque a mis hijos de mi país. No quiero para ellos, ni para ningún niño lo que veo por acá. Que cuando sean mayores vayan a pasear por donde se les antoje si cuentan con los medios económicos, está bien, ¿a quién no le gusta viajar, conocer otras culturas? Pero siempre les inculcaré el regreso como única opción válida, para seguir construyendo lo que yo llamo la sociedad más justa del mundo, a pesar de las críticas y de ciertas cosas que serán cambiadas a su debido tiempo.
Ser internacionalista es un honor, ya sea por misión o por deseo propio, ayudar a quienes necesitan de un apoyo y colaboración desinteresadamente es una actividad loable, como decía José Martí: Patria es Humanidad. Y salir de Cuba y ver la realidad que viven otros llena más el pecho con el ansia de empujar el cambio, o como dicen en Bolivia, con mayúscula, el Cambio.
Mirando a este pequeñín que sonrió con su poco dinerito en el bolsillo ante mi mirada comprensiva y compasiva, pero además triste por no poder hacer más, recordé a mis hijos y me recordé a mí mismo, vestido con el uniforme escolar de primaria, con mi manito junto a la frente gritando con todo el aire de mis pulmones: ¡…seremos como el Ché!
Vicente, esa realidad es a la que algunos quieren regresar a Cuba. Por tu edad no lo viviviste acá, pero los que tienen los años de tus padres y abuelos sí la conocieron. Por eso tenemos que resolver nuestros muchos problemas, de todo tipo, pero con más socialismo, como dijo Raúl.
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